Nicolás Avellaneda tenía 33 años en febrero de 1871, cuando Paul Groussac lo conoció en su despacho de ministro. "Su baja estatura y endeblez física eran proverbiales entre estos porteños que, por lo regular, blasonan de gentil apostura y gallardía: de ahí los motes populares de 'chingolo', 'taquito', etcétera, con que sus mismos amigos, y sin intención denigrante, le designaban", lo describe Groussac en "Los que pasaban". Es acaso su retrato más fiel, obra de admirador y de amigo.

"Pero todo lo que en él aparentaba de cansancio o falta de vigor en su delgada persona y andar inseguro -casi de puntillas, por lo exagerado de los tacones- lo compensaba la vivaz y expresiva fisonomía, embellecida, a pesar de la cetrina palidez criolla y la profusa barba de corte asirio (más tarde felizmente cercenada), por la noble frente pensadora, que ensanchaba un principio de calvicie, raleando la negra y ensortijada cabellera: sobre todo, por el brillo y extraordinaria agudez de la mirada que irradiaban aquellos ojos tucumanos, como relámpagos rasgando la nube oscura".

Además, "la voz, de timbre un tanto agudo en la conversación, no carecía, al esforzarse, de alcance ni vibración oratoria. La elocución notablemente precisa y fácil, expresaba el pensamiento con propiedad y eficacia perfecta; si bien algo la deslucía -sobre todo para oyentes noveles- una pronunciación cadenciosa que, adquirida al principio como amaneramiento facticio, había rematado en achaque natural" .